viernes, 21 de agosto de 2015

Mi virginidad y las pizzas

Llovía. Era una de esas tardes de otoño en las que sabes que no va a pasar nada, ni bueno ni malo y que no hacen más que acentuar la sensación de desamparo que te invade en cada cambio de estación. Últimamente no pasa nada. Nunca pasa nada que cambie, al menos por un momento, tu rutina cotidiana. Sin embargo, nadie diría que te aburres o que eres una persona que, aún joven, ya no espera nada de la vida. Siempre sonriendo, siempre dispuesta a hacer una broma graciosa, encantada de todo con tu amplia sonrisa. Y tú misma te has sorprendido cuando un buen día te has dado cuenta de que no tienes ilusión por nada. Nada te sorprende, nada te entusiasma, nada te ilusiona. Pues eso, que llovía y te aburres como una ostra.
Al salir de trabajar e ir a por el coche empiezas a pensar en qué podías hacer esta tarde para entretener las horas. Tal vez ir a recoger una pizza y ver alguna peli de las que hacen llorar a mares hecha un ovillo en el sofá, tapada con la manta polar a lo Bridget Jones. Dudas un momento entre pasarte a recogerla o pedir que te la lleven y decides que irás a por ella. Es la pizzería del barrio, la de siempre, donde hacen la masa como a ti te gusta. Al entrar, el olor a orégano y queso fundido hace que tu estómago ruja de hambre y el calor te sienta de maravilla en contraste con el frío de la calle. Ya te conocen y saben mejor que tú lo que vas a pedir, porque es lo mismo que pides siempre, pero hoy hay un cambio: detrás del pequeño mostrador hay una chica muy joven mientras el pizzero al que conoces está trabajando en el horno. Como siempre, una cerveza mientras esperas y es la chica nueva quien te la sirve con unos trocitos de pizza recalentada y gomosa para entretener la espera. El polo de la pizzería le sienta bien, le favorece el rojo, resalta su piel blanca. Los vaqueros son bastante ajustados, a través de la tela se marcan los muslos fuertes. Sus brazos son tersos, perfectos hasta donde deja ver la manga corta y los dos botones desabrochados del cuello dejan ver una cadena de oro con una cruz. Resulta muy excitante ver cómo se balancea mientras ella trabaja, chocando con los botones de plástico con un chasquido. "Debe ser la cruz que le regalaron en su comunión, la haría el año pasado", piensas con malicia. Sin darte cuenta te has quedado mirándola fijamente y ella te devuelve la mirada. Azorada, no sabes cómo reaccionar y sonríes. Sonríe ella también y te hace un gesto que no comprendes, así que vuelves a sonreír. Tiene una sonrisa preciosa y cuando la has visto acariciarse los dientes con la punta de la lengua has sentido una excitación tremenda. Puede que sea demasiado joven, que vaya al instituto o a primero de carrera, pero definitivamente es muy sexy y lo sabe.
Se acerca con una bayeta a limpiar las mesas sin dejar de mirarte a los ojos y pronto llega hasta la mesa que está justo al lado y esperas a que se acerque para limpiar la tuya. Pero ella tiene otra idea, hace una finta y se coloca en la que está detrás de ti, notas su cercanía y su olor, una mezcla de orégano y perfume. Cierras involuntariamente los ojos para sentirla más cerca y ella roza tu espalda, haciendo que abras los ojos. No quieres girarte, no quieres tener que mirarla desde tan cerca, sientes el aliento que exhala en tu cuello y respiras entrecortadamente, contienes la respiración y esperas...
Una voz masculina ha anunciado que tu pizza está lista y ella va al mostrador con parsimonia, como si no hubiera pasado nada. Pero ¿y si en realidad no ha pasado nada? ¿y si todo son imaginaciones tuyas? Terminas la cerveza de un trago, vas al mostrador a pagar y escuchas en silencio la oferta del día: te llevas gratis un refresco de dos litros. Sonríes y tú misma te asustas de la falsedad de esa sonrisa, sales precipitadamente y ella te sonríe otra vez. No han sido imaginaciones, no ha podido ser...
Al entrar en casa compruebas con satisfacción que la calefacción ha hecho su trabajo y nada más dejar el abrigo y la pizza vas directa a elegir película, aún nerviosa y sobre todo excitada por el incidente de la pizzería. ¡Ah, fue divertido mientras duró! Evocas de nuevo, por puro placer, el olor que emanaba de su cuerpo y recuerdas el color de su pelo, los vaqueros apretando los muslos que a cada paso que daba luchaban por verse libres de la tela. Suena el timbre asustándote. ¿Quién será? A estas horas no esperas a nadie, el coche está en el garaje, tu chica está de vacaciones en el pueblo y no vuelve hasta la semana que viene. Será la puñetera vecina, que ha vuelto a quedarse sin queso rallado. Lleva dos semanas sin comprar queso gracias a ti la muy... en fin, queso ya no tienes así que...
Abres con desgana, porque las historias que te cuenta la vecina para justificar su falta de ingredientes no son cosa de un minuto ni de dos. La que está sobre tu felpudo (qué símil más bárbaro) es la chica de la pizzería. Te mira entre divertida y sugerente y esto último hace que tu cerebro funcione más despacio de lo habitual. Sigues ahí plantada, de pie, mientras ella, su polo rojo, los vaqueros que tantas alegrías te han dado y su cruz de oro al cuello, juguetona, te mira en silencio. Y tú sin saber qué hacer porque lo quieres hacer todo.
Te tiende la bolsa que lleva en la mano.
- Te has dejado la botella de regalo.
Suspiras entre aliviada y decepcionada; así que es eso. Tantas cosas se te habían pasado por la cabeza que ya pensabas en lo que no debías. Alargas la mano para coger la bolsa mientras das un par de pasos hacia ella. Te centras en mirar su mano pero ésta se va alejando poco a poco y avanzas mientras ves cómo se coloca la bolsa detrás de la espalda. Su respiración está agitada y el polo se abomba marcando sus pechos.
- Ven a coger tu regalo.
La boca entreabierta, los brazos a la espalda, tensos los hombros por el peso de la botella, su pecho subiendo y bajando y el cuello... terso, suave, te adelantas un poco aún dudando, esto no te puede estar pasando a ti, sólo pasa en las películas y a las que parecen modelos de Calvin Klein, no a alguien normal como tú. Te acercas un poco más, ya percibes la mezcla de olores que acelera tus latidos y hace que el cosquilleo crezca dentro de ti, sus ojos te invitan a besarla donde tú quieras, como tú quieras, allí mismo si te apetece. Quieres apretar tu cuerpo contra el suyo, sentir sus pechos, sus caderas, el calor de su cuerpo, agarrar sus muñecas y mantenerlas detrás de su espalda, rozar su cuello con tus labios. Te inclinas ligeramente, tocas con todo tu cuerpo el suyo, la piel se te eriza cuando tu brazo entra en contacto con el suyo, agarras la bendita bolsa y te separas lentamente de ella murmurando un "Gracias"y te metes de nuevo en casa. La sensación al separarte de ella es dolorosa; todo tu cuerpo se duele ante la oportunidad que ha perdido de expresarse. la piel te quema allí donde ha rozado la suya y apoyas la frente en la puerta ya cerrada. Está fría, pero tú estás muy caliente. Dejas caer la bolsa dichosa y maldices haber dejado escapar esa oportunidad. Te dices, para convencerte, que es demasiado joven, que no está bien, que después te arrepentirías; pero tu bajo vientre protesta y te recuerda su olor acelerándote la respiración. Oyes ruido al otro lado de la puerta y entonces todo tu cuerpo actúa de manera involuntaria, no eres dueña de tus actos, no puedes pensar, abres la puerta y la ves de espaldas caminando hacia la escalera. Corres hacia ella, la coges del brazo haciendo que se gire y en su cara lees el desconcierto y la esperanza. Tomas su cara entre tus manos como si fuera un cáliz y comienzas a besarla, al principio sólo posando tus labios sobre los suyos y haciendo que las puntas de las lenguas se acaricien, después comienzas a recorrer sus dientes y pasas al interior de su boca con más violencia, con prisas, queriendo explorarla por completo, llegando a todos los rincones de su cuerpo mientras la arrastras al sofá y cierras la puerta de una patada sin dejar de besarla.
Ambas jadeáis y tratas de recorrer todo su cuerpo con tus manos en dos segundos, como si fuera a desaparecer de repente; en una pausa la miras a los ojos y lees en ellos que no quiere que pares, así que metes las manos por debajo del polo y lo levantas, sacándoselo por la cabeza. Todo su cuerpo se eriza con un estremecimiento cuando tus dedos luchan con el cierre del sujetador. También tú estás desnuda de cintura para arriba y al volver a besaros notáis el contacto de la piel de la otra con un escalofrío de placer, ambas despedís un calor agobiante. Te empuja y caes en el sofá, ella de pie te mira con deseo y se lanza a quitarte los pantalones. Cuando su mano roza tu ombligo para desabrocharlos gimes de placer y te besa en el vientre mientras desliza los pantalones muslos abajo hasta verte libre de ellos. Se quita los suyos en un segundo y se pone sobre ti sin dejar de besarte ni de mover las caderas, sus muslos duros y calientes contra los tuyos. Ya no puedes pensar más que en el sabor de su boca, en el roce de su pubis contra el tuyo, en el peso de su cuerpo oprimiendo deliciosamente tu pecho. No sabes exactamente cuándo os habéis quitado las bragas, pero el contacto de su mano es fresco y electrizante, caes sin poder evitarlo en el ritmo que ella marca, deseas que explore todo lo que quiera, que haga lo que le parezca, todo te apetece, pero que no pare de moverse. Cuando tú la tocas, la cálida humedad te recibe suave, contrayéndose, hinchándose, retrocediendo y volviendo a expandirse mientras sus caderas se mueven cada vez más rápido y con impaciencia hace que te introduzcas en ella, cada vez más hondo, cierra los ojos, se mueve al ritmo sensual que marca su deseo, bamboleándose sin dejar de acariciarte, haciendo que comiences a perder conciencia de todo lo que te rodea. Su humedad aumenta, sus gemidos también, los ritmos se aceleran, el tacto se vuelve más profundo y todo gira hasta que ambas os calmáis poco a poco, bajando el ritmo hasta deteneros por completo. Descansa un omento con la cara enterrada en tu cuello, su aliento es cálido. El salón huele a sexo, la ropa está tirada por el suelo junto a los cojines del sofá. Pero su piel es suave y acaricias el vello de su nuca como harías con tu tesoro más preciado.
Se incorpora y busca sus bragas por el sofá. Comienza a vestirse mientras tú estudias cada movimiento. te lanza una última mirada que a ti te parece vacía y le preguntas:
- ¿Volverás algún día a traerme una pizza?
Ella sonríe y contesta:
- Claro.
Va hacia la puerta, la abre y constatas que aún tiene las mejillas rojas y el pelo revuelto. Cierra tras de sí y ahí te quedas, tirada en el sofá desnuda, pensando en lo que has hecho. Suena el timbre. Te levantas corriendo a abrir sin preocuparte de ponerte ropa; total, te la va a quitar. "Seguro que ha vuelto a darme su teléfono", piensas. En el último momento miras por la mirilla y menos mal, porque es la vecina que vendrá seguramente a por queso rallado.