miércoles, 23 de mayo de 2012

Una historieta, que hace mucho que no escribo nada...


               

                Mientras me preparo un café y enciendo el televisor reflexiono sobre el año que acaba de terminar. Pronto cumpliré sesenta y dos años y, de la manera más absurda, llevo unos tres acordándome de las historias que me contaba mi abuela. Tal vez sea porque últimamente he leído un libro en el que el escritor asegura descender de una familia muy antigua de Inglaterra, del siglo X, nada más y nada menos, y me recuerda a aquellas historias románticas que mi abuela me contaba cuando yo no era más que una niña. Mi madre siempre quitaba importancia a todo lo que contaba la abuela y hacía gala de un sentido práctico envidiable, pero entonces mi abuela se defendía con uñas y dientes, apelando a la extraña muerte de mis hermanos y tíos o al color trigueño de los cabellos de las mujeres de la familia. Mi madre gruñía y trataba de sacarme de la cabeza esas historias, pero entonces yo observaba a mi abuela y la veía tomar el té con afectación en el salón de la pequeña casa del  1525 de Oregón Avenue, en Klamath Falls y me parecía que una simple inmigrante rusa no podía ser tan refinada. Y creía a mi abuela. Vaya si la creía; y a pesar de que yo ya era hija de estadounidenses, que mi lengua era el inglés, que contraería matrimonio con un americano  y que las modas de la época hacían presa fácil en mí, me parecía que la sangre rusa que me quedaba  tiraba con fuerza.
Hoy día todo aquello me parece muy lejano y se pierde en mi memoria. De mis nietas, solamente una me cree cuando le cuento que no somos lo que parecemos, y los demás intercambian miradas, dando a entender que la senilidad ha hecho mella en la abuela. Por lo menos tengo dos nietos varones y si no pasa nada, me sobrevivirán como debe ser, después de que todos mis tíos y hermanos murieran jóvenes. “Es por la maldición de la familia de tu bisabuela –decía la abuela-: todos los hombres de su familia tienen la sangre muy líquida y las heridas no se les cierran nunca. Tu tío-abuelo era muy delicado y tenía hemorragias por la nariz que le pusieron en peligro durante toda  su vida, constantemente. Al final –decía suspirando-, las hemorragias eran lo de menos.”
La necesidad de dejar constancia por escrito de las historias de mi abuela reside, creo yo, en una mezcla entre el miedo a morirme y que se pierdan en la memoria de la única nieta que me escucha, en su afición a escribir y que quizá un día le sirvan como base para una bonita historia, y sobre todo porque me encantaría que se investigara el asunto y se descubriera la verdad de todo esto. No por mí, que ya he agotado mi tiempo, sino por dar a mi abuela el gusto de gritar a los cuatro vientos que no estaba loca y que siempre tuvo razón en todo lo que decía. Era muy orgullosa, exactamente como lo es hoy mi nieta Kim, y sin duda disfrutaría mucho allí donde quiera que esté.

En la pequeña casa ubicada en Siberia, María prepara junto a sus hermanas una pequeña obra de teatro que representar y animar así a sus decaídos padres. A pesar de los soldados que hacen de guardianes, el tamaño reducido de la casa y la soledad  del bosque que la rodea, puede decirse que están muy a gusto en su nuevo hogar y Olga, la hermana mayor, a menudo habla de casarse y vivir en el cercano pueblo de Tobolsk, olvidando su pasado y amasando pan.
Como a todo el mundo, los problemas de salud les aquejaban con regularidad pero al decidir su doctor marchar con ellos a la casa Ipátiev, se sentían más seguros que el resto. El doctor Botkin, Eugeni para la familia, se mostraba alegre y despreocupado ante la artrosis de Alejandra, las deformidades en los dedos gordos de los pies de las hermanas o la hemofilia del zarévich. Cuando alguien se quejaba demasiado del frío, la humedad de la casa o lo escaso de la comida recibida, Eugeni les señalaba al perro del zarévich Alexis y exclamaba: “¡Las quejas a él, que es el que manda!”, provocando las carcajadas de toda la familia y de los soldados que se hallaran cerca.
Tatiana y María, inseparables, coqueteaban con dos de los soldados bolcheviques y éstos las miraban con buenos ojos, sin importarles que su gobierno les estuviera condenando a todos por crímenes contra el pueblo ruso. Anastasia y Alexis, los benjamines de la familia, jugaban con el perro y uno de los guardias, que les perseguía apuntándoles con una rama que pretendía ser un fusil. Nicolás, sentado en el tocón de un árbol con la gorra ligeramente caída sobre la sien izquierda, acariciaba la mano de su esposa Alejandra que reposaba a su lado en la silla que había traído Anna, una de las sirvientas.
-          ¿Crees que serán felices? –preguntó Nicolás.
-          Claro que sí, Nikki –contestó la ex-zarina-. Encontrarán a alguien que las despose, no tendrán en cuenta su pasado y tú y yo nos haremos viejos en esta casa, que será de Alexis algún día. ¡Tenga cuidado, por favor! –pidió al soldado que jugaba con Alexis- Todavía hoy tenemos un disgusto…
-          No, mujer, el hombre tiene cuidado.
-          ¿Dónde está Eugeni hoy? No le he visto.
-          ¿Recuerdas a Serguéi, el soldado que hace guardia con la gorra calada?
-          Sí, es bajito y muy delgado. Tenía una esposa embarazada en Tobolsk, ¿no?
-          Exacto –Nicolás se maravilló de la buena memoria de su esposa-. Pues Eugeni ha ido a asistirles en el alumbramiento.
-          ¿Nicolás, te imaginas cuando dentro de muchos años tú y yo veamos a nuestros nietos?
Sonrió y bajo el espeso bigote una mueca de dolor le retorció el gesto, pero Alejandra no lo vio; miraba a sus hijos disfrutar del verano que se aproximaba y presentía que ese año las cosechas serían abundantes. Ante esa perspectiva, como todos los años que sabía que la gente no iba a pasar penurias, sonrió y suspiró satisfecha. Aunque preocuparse por esas cosas ya no era su obligación y se sintió ligera como una pluma cuando les derrocaron y apartaron esas onerosas obligaciones, no podía evitar pensar en cómo le iría a la gente ahora que ellos ya no estaban. Los pocos lugareños que se acercaban por la casa hablaban de la terrible guerra entre el ejército blanco y el rojo, de que el hambre seguía llevándose a los niños y los hombres continuaban muriendo peor que cuando el zar cuidaba de ellos. “Ahora –dijo la mujer que traía verduras frescas de vez en cuando- hemos ganado gobernadores que han nacido campesinos y obreros, pero seguimos teniendo hambre y guerra y encima hemos perdido un Padre que vele por nosotros y a pesar de todo nos proteja.” Alejandra sentía pena por el pueblo que sufría pero no podía hacer nada más que regalarles de vez en cuando una joya de las que guardaba escondidas. En general, la gente se mostraba a favor del antiguo zar y no se mostraban entusiastas con el nuevo gobierno. Incluso los soldados que constituían la guardia encargada de vigilarles, pasaban a menudo buenos ratos con Nicolás hablando de antiguas batallas y formaciones, y él, que siempre había sido un excelente militar, los conocía por su nombre de pila y les preguntaba por la familia. Alejandra lo observaba desde las ventanas de la casa pasear con ellos y sentía que si su esposo les pidiera que lucharan por él, lo harían sin dudarlo ni un momento. Pero Nicolás no quería ni oír hablar de derramamiento de sangre ni de recuperar el poder de Rusia, porque había decidido que si el pueblo quería gobernarse a sí mismo, allá ellos; él se dedicaría a ver crecer a sus hijos y dar a su esposa todo el amor que merece. Esta nueva oportunidad de cambiar de vida le venía como anillo al dedo, según él, porque Alejandra sabía, viéndole pasear esa tarde, que no podría evitar añorar el gobierno de su pueblo  como echaba de menos las interminables revistas de tropas. Al parecer, la única que parecía darse cuenta de lo mucho que a Nicolás le gustaba ser zar era ella. Sus hijos, sin embargo, en eso habían salido a él; excepto Olga, la mayor, que echaba de menos las comodidades del palacio, el resto se apañaba bastante bien e incluso diría que lo estaban disfrutando mucho. Un rayo de sol se coló a través de la ventana e iluminó una baldosa rota en el suelo del pequeño salón. Aunque Anna se esforzaba por tener todo perfecto, siempre había suciedad en ese suelo y muchas baldosas rotas que no podían mandar sustituir. Repentinamente, la visión de aquella pequeña baldosa rota iluminada por el sol la apenó y rompió a llorar.
Todo el servicio que les han permitido conservar sigue con ellos por voluntad propia y les han seguido sin ninguna reserva hasta Siberia. Si algo necesitaban, ellos trataban de conseguirlo y se desvivían por atender hasta sus necesidades más nimias mientras el zar arreglaba el asunto del exilio. Francia, Reino Unido y Alemania se lo han negado repetidas veces, sobre todo el gobierno francés, que se mostró particularmente agresivo con el asunto; sin embargo Alfonso de España ha encendido un rayo de esperanza: les ofrece asilo y protección en cuanto logren llegar a su territorio. Pero Nicolás teme el viaje; aunque vayan disfrazados pueden caer en manos de cualquiera de los gobiernos que se le han mostrado abiertamente hostiles, aun cuando recalcó el deseo suyo y de su familia de renunciar a todo boato y pretensión y vivir en paz dedicado a su familia y en especial a su hijo constantemente enfermo. Dos de los lacayos aseguran a Nicolás que todos le seguirán a cambio de un plato de comida, aunque no tengan sueldo asignado, porque es su deber como rusos y otra reacción es traición. Suspira y se mesa la barba; ya no sabe lo que es traición y lo que no, tras escuchar los cargos que el pueblo ruso le imputa y de los que se sabe único responsable. Su padre le repetía constantemente que no estaba preparado para subir al trono y en esos momentos, tras haberlo perdido todo, se daba cuenta de que lo había sabido siempre, pero el destino es más fuerte que todos nosotros y nos arrastra por las sendas que nos marca sin darnos la posibilidad de volver atrás.

Olga mira por la ventana desconsolada. Tiene veintidós años y está encerrada en la casa del gobernador como lo estuvo en el palacio de Invierno y en Tsarkoi Tsélo. Pero a pesar de todo se siente más libre en Siberia que en todos los demás sitios en los que ha estado. Observa a su padre avanzar con paso seguro camino de la casa desde el exterior, donde ha pasado la tarde conversando con los soldados. No parece haberle afectado el derrocamiento y el exilio a Siberia, pero teme que le asesinen tarde o temprano, por lo que prepara una huida fuera de Rusia llevando consigo todas las joyas que han podido reunir, cosidas en los corsés y los chalecos. A Olga le preocupa el cariz que toma el asunto: primero les llevan lejos de sus amigos y luego les encierran en una casa en Siberia; hace un mes levantaron una valla para aislarles completamente del mundo exterior y ahora que el invierno empezaba a dejarse sentir de nuevo en las poco caldeadas estancias de la casa, le daba por pensar que tal vez su padre tuviera razón y quisieran asesinarlo. Había leído cosas peores, y su madre vivía en un estado de perpetua ansiedad con pausas llenas de una tranquilidad extraña que recaía sobre las hermanas como una losa; Alexei apenas se enteraba de lo que pasaba, bastante tenía con sus propios achaques. Pero Olga no era tan ingenua ni tan joven como sus hermanas y sabía perfectamente que tras la calma de las clases de alemán que les impartía su madre por las tardes estaba el miedo a desaparecer una noche fría. Aquel octubre decidió que en cuanto tuviera una oportunidad, trataría de ayudar a su familia a escapar a cualquier sitio, porque la actitud sumisa de su padre chocaba con la creciente violencia que consumía a todo el país. De repente, odió a los rusos y todo lo que representaban: recordó que Grigori les había hablado a ella y a sus hermanas de campos enormes para recluir a todo tipo de delincuentes, ladrones y asesinos para los que el zar tenía asignados una serie de fondos para comida, leña y la paga de los soldados que los custodiaban. Sin embargo, los comandantes maltrataban a los detenidos, se quedaban con todo el dinero y vendían todo el equipamiento que se les mandaba para ellos mismos buscando enriquecerse; de este modo, entre los malos tratos continuados, el frío y el hambre, la inmensa mayoría morían en poco tiempo. Todas estas cosas se le ocultaban al zar, que si alguna vez visitaba uno de esos campos de reclusión, en los que la visita había sido preparada con la antelación suficiente como para cambiar las botas agujereadas a los soldados y encender hogueras en los barracones congelados, lo que encontraba era bien distinto a la realidad. Recordó las revueltas de octubre y cómo la masa enfervorecida amenazaba con asaltar el Palacio de Invierno y acabar con ellos hasta el punto de obligar a su padre a hacer formar a los cosacos frente a la puerta y cómo el gentío, al que hace falta nada más que una palabra para exaltar, cargó contra ellos, que estaban armados, sin importarles lo más mínimo hasta el punto de que el coronel ordenó que les dispararan y poder así dispersarlos. Ni a la vista de todos aquellos cadáveres sobre los que pasaban se detuvieron en su ansia de ataque y sólo una nueva carga de los cosacos logró disolverles. Todos hacían comentarios jocosos sobre la cara de la zarina Alejandra y la llamaban “la perra alemana”, aseguraban que tenía relaciones con Grigori e incluso aparecieron caricaturas en las que salían las cuatro hermanas y su madre retozando con él. Olga recordaba la tarde en la que sus padres llegaron de alguna fiesta y su madre, disgustada, corrió a sus habitaciones porque alguien había chillado al carruaje en el que viajaban “¡Ahí va la perra alemana arrogante!” y no sé qué cosas más. Ya entonces Olga descubría aspectos del gobierno que no le gustaban: la manía del pueblo, el nulo agradecimiento por los desvelos que se toman o la volubilidad, por ejemplo, de las masas, en las que basta un cambio de aires para encender la chispa y desatar la violencia, como ocurrió con Grigori. El monje era lascivo y pedante, pero no merecía morir sin ningún tipo de miramiento, y encima, como no moría por el ácido sulfúrico, le dispararon, le golpearon en la cabeza y finalmente lo arrojaron al río. Olga veía en ese asesinato el reflejo del carácter ruso: bastaba contrariarle lo más mínimo para que todo se les fuera de las manos. Sólo esperaba que a ella no la tiraran a un río y lo suyo fuera un asunto rápido, si tenía que morir. Descartó la idea de su cabeza inmediatamente y retomó su libro por donde lo había dejado cuando miró a su padre caminar hacia la casa. Ahora ya sólo se veía el atardecer y a lo lejos unas nubes blancas anunciaban que pronto caerían los primeros copos.

Nicolás había estado hablando con uno de los soldados encargados de la custodia de la familia que era de una aldea muy cerca de donde creció el zar, en Tsárkoi Tsélo.

-          Es por seguridad, les trasladaremos a un lugar más defendible y donde estarán mejor.
-          Pero ¿por qué? –preguntó Nicolás extrañado- ¿Ocurre algo grave?
-          No, no –dijo el soldado-, es sólo que no queremos que les pille ninguna batalla en medio –bajó la mirada y Nicolás le tocó el hombro tranquilizándolo-. Es que, no sé…
-          Dime –dijo con voz firme.
-          No lo sé, pero el gobierno da órdenes muy extrañas. No es que esté en contra de la Revolución, no señor, pero es que hay uno, un abogado, un tal Lenin, que dicen que es muchísimo más autoritario que… -se detuvo en seco y le miró avergonzado- que el propio zar.
-          No creo –dijo Nicolás riendo-. De todos modos, debéis siempre procurar que quien os gobierne lo haga bien. Yo ya os previne cuando hice las reformas. ¿Lo recuerdas?
-          Sí. Todo el mundo decía que eso no era bueno y sin embargo hoy las hemos hecho a lo grande. Pero no sé si funcionarán, señor –dijo sombrío-, porque cuando un hombre acumula poder…
-          Bueno, bueno, eso ya se verá. ¿A dónde nos iremos?
-          A Ekaterimburgo, a una bonita casa rodeada de bosques. Era de un adinerado, un tal Ipátiev. Lo único que lamento es que no conoceré esa zona, que dicen que es preciosa.
-          ¿Cómo, no vienes? –preguntó Nicolás receloso.
-          No, señor, no vamos ninguno. Las órdenes son que la guardia roja se hará cargo de la familia a partir de ahora, a nosotros nos está prohibido incluso hablar de todo esto.
-          Ya, ya…
Mantuvo la conversación un poco más y al despedirse una idea le rondaba la cabeza: estaba seguro de que aquel traslado significaba que les dejarían cruzar la frontera y desaparecer en algún país de Europa. Simplemente, les estaban escondiendo un poco para que pudieran irse sin demasiado ruido. Estaba exultante: el rey de España le ofrecía asilo, el servicio le era leal y ahora su encierro se volvía laxo y con posibilidades de acabarse definitivamente. Tenía que contarle todo esto a Sunny, seguro que después de lo mal que lo estaba pasando con la salud de Alexei y viendo cómo sus hijas se marchitaban poco a poco en Siberia, esto sería motivo de alegría.

“La nueva casa es baja, achaparrada y con grandes ventanas abiertas en su fachada, pero las ventanas de poco sirven, porque las han cegado con pintura para que no podamos ver ni ser vistos, al menos hasta que terminen la valla que están levantando. Dentro hace frío pero no hay leña; como solamente nos han permitido traer a tres personas del servicio, estamos Anna, el cocinero y su pinche, mi doncella Sofía y ha venido también el doctor Botkin con su joven ayudante, Alexei Trupp. Al doctor no le iban a permitir venir, pero se empeñó y ha dejado a su esposa y su hijo pequeño con una sombra de pesimismo que me da escalofríos; de vez en cuando les escribe cartas y se le saltan las lágrimas. Creo que es el único de todos nosotros que mantiene los pies en el suelo, porque mis hermanas se dedican a explorar la casa y Alexis está tumbado en una de las camas mientras padre le coge la mano. Madre trata de poner orden en el servicio, que no tiene ni idea de por dónde empezar. Y yo he dicho a mi doncella que se lleve a Trupp, el ayudante del doctor, y que traigan leña. Sé que a Sofía le gusta la compañía del joven Trupp y la fomento todo lo que puedo.
Trajeron leña en abundancia después de tres horas de frío intenso y a pesar de tener el fuego encendido, la casa no se calienta. Ayuda mucho que los guardias sólo nos permiten tener encendido el del salón, mientras que en las habitaciones no puedes estar parado porque te podrías congelar en menos de dos horas. No sé cómo dormiremos, pero de momento la cena es horrorosa: un par de conejos asados con un poco de pan de mala calidad que nos han hecho llegar los guardias. Son un grupo de quince, todos ellos llevan un pañuelo rojo atado al brazo y miran a mi padre por encima del hombro. Me recuerda al día que nos apresaron, cuando mi padre volvía del frente y se encontró el palacio lleno de tropas; buscándonos, un soldado le empujó y se plantó desafiante tapándole el camino. Sin plantarle cara, solamente con su mirada, mi padre logró apartarle. Pero éstos no se apartarían, me lo decía mi instinto.
Cuando llega la hora de acostarnos, dos de ellos suben a nuestra habitación y con grandes risotadas nos contemplan mientras nos desvestimos. Temo que hagan daño a la pequeña Anastasia, tan frágil, porque uno de ellos no le quita la vista de encima. Cuando les he plantado cara en enaguas, se han ido pero temo que no siempre sea así. Nos espera una estancia muy larga en Ekaterimburgo.”

El invierno pasa lento mientras en la casa Ipátiev la familia recluida trata de vencer frío y tedio jugando a las cartas y avivando el fuego. Alexis sufre uno de sus frecuentes ataques de dolor, lo que le obliga a permanecer en cama todo el día. Pero cuando llevaba unas dos semanas encerrado en su habitación, jugando con los soldaditos de plomo, a Nicolás se le ocurrió una idea estupenda: bajaron entre Eugeni y él la cama en la que permanecía Alexis y al menos pudo hacer las comidas en el salón con todos. Pese a ello, el fuego que tan duramente había negociado su madre para las habitaciones, se mantuvo gracias a que el propio Nicolás era el que cortaba la leña. Parecía que teniendo un trabajo manual constante y fortaleciéndose día a día, el antiguo zar estaba más contento pese a las restricciones que les rodeaban, sobre todo en cuanto a la alimentación. Alguna que otra trampa casera puesta en los alrededores del bosque cuando iba a buscar leña completaba un poco el menú, tan monótono como escaso. Apenas tomaban el aire, ya que no les dejaban salir a pasear, y a pesar de estar terminada la valla exterior, a Alejandra no le habían permitido rascar la pintura de los cristales.
Olga pasaba los días leyendo los pocos libros que había podido traerse, Tatiana trataba de zurcir calcetines siguiendo los consejos de Anna, María y Anastasia jugaban con Alexis a que los pequeños soldados de plomo ganan guerras y se celebran importantes matrimonios entre sus oficiales y princesas imaginarias. El perro de Alexis dormita a los pies de la cama moviendo las orejas cada vez que Anastasia vocea los nombres de los contrayentes y Alexis se parte de risa. Si no fuera por la suciedad, la soledad que les rodea y la oscuridad reinante, parecería una escena cualquiera en la vida de una familia feliz.
Las visitas de los soldados a las habitaciones de las grandes duquesas no cesan en todo el invierno. Sofía, la doncella de la que Olga se ha negado categóricamente a prescindir, teme que cualquier día la violenten y cada tarde conversan en clave sobre esto.
-          ¿Crees que pronto saldrá el sol? –pregunta Olga. En realidad, quiere decir “¿Crees que pronto ocurrirá?”
-          Sí, es muy posible –Alejandra mira a Sofía y sonríe-, dentro de poco –que quiere decir eso mismo.
-          Pues habrá que tener un parasol preparado –se refiere a unas sombrillas que utilizarán como armas-. Yo ya tengo el mío. ¿Y tú?
-          También –contesta la doncella.
Han decidido que antes de verse arrastradas a una tortura peor que la muerte, se llevarán por delante a todos los que puedan con las afiladas varillas y después, de ser necesario, prefieren quitarse la vida. Y así, con sus pequeñas claves y contrariedades, transcurre el invierno y llega la primavera en una casa en medio del bosque.

“Alexis se ha levantado hoy. Tiene mejor cara, los dolores en la pierna han cesado y puede caminar. Ha conseguido que padre le lleve con él al bosque a cortar leña y la actividad le ha encantado. Por primera vez en mucho tiempo come el frugal almuerzo con apetito. Temo que hayan amenazado a Sofía, porque se muestra muy reservada cuando le hago preguntas y habitualmente está ella sola, encerrada en la despensa, gimiendo como un cachorro hambriento y cuando la encuentro me toca la cara y solloza, como si viera a un fantasma. Me parece que ella sabe algo que nos oculta, pero no encuentro la manera de sonsacarle nada. El joven Trupp la evita últimamente y estoy a punto de llamarle a mi presencia y pedirle explicaciones. Lo peor de todo es que no sabría dónde recibirle, porque si bien hemos conseguido alguna comodidad, esta casa no es el mejor sitio para mantener la dignidad y llamar la atención a un siervo. Me temo que tendré que enfrentarme a esto yo sola porque no quiero alarmar a madre, que bastante tiene ya.
La mejoría del tiempo hace que los guardias se muestren un poco más humanos y nos permiten pasar unas horas fuera, sentados en la escalera que conduce al almacén de la casa o tratando de captar los pocos rayos de sol paseando sin ver más allá de la valla gris. Si miro hacia arriba puedo distinguir recortadas contra el cielo las copas de los árboles del bosque Koptiakí. Jugaremos un poco a las cartas bajo la atenta mirada de los guardias que no nos quitan el ojo de encima.
Padre está cada día más triste y preocupado. No sé qué es lo que le ronda por la cabeza, tal vez sea que echa de menos hablar con alguien, aunque el doctor le dé conversación me imagino que no es lo mismo que poder hablar con alguien diferente, ajeno a nosotros, como con los guardias de Tobolsk. Madre sigue dándonos clases de alemán y me encanta, es una bonita lengua, y hago muchos progresos. Trato de enseñar a Sofía, pero no me presta atención, sigue igual. Me ha dado por pensar que tal vez Trupp la haya rechazado, aunque no tiene motivos: Sofía es joven, guapa y a él no le faltará trabajo con nosotros. Los chicos son a veces muy crueles.”

Como sin darse cuenta, el verano va derritiendo la nieve con la que el sol de la primavera no ha podido y el olor a tierra mojada se extiende por toda Rusia. Es la temporada favorita de Nicolás, cuando podía montar a caballo y salir de caza todo el día, ir en casaca sin abrigo y sentir el sol calentando tu cara. Ahora no tiene caballos ni puede irse de caza como antes, pero el sol no pueden quitárselo. Observa a sus hijas con sus caracteres tan diferentes y piensa que ya es hora de casar a Olga, Tatiana y María, porque Anastasia es demasiado bajita y rechoncha, habrá que esperar a que se estilice un poco. Recuerda todos los planes que Alejandra tenía para ellas y mira a su alrededor mientras sonríe; seguramente ahora serán infinitamente más felices que casadas con algún joven por conveniencia. Supo que él había tenido suerte: se enamoró de Sunny y ella de él y hasta entonces nada había podido separarlos. Alexis saltaba al sol seguido del perro que ladra sin cesar.
Poco a poco, la tarde va cayendo perezosa sobre la familia que disfruta al aire libre y las sombras empiezan a alargarse mientras que en el ambiente flota el olor del gulash que Iván está preparando para la cena. Ahora los guardias les obligan con dureza a entrar en la casa intimidándoles con los fusiles y obedecen sin rechistar, como siempre. Alejandra siente odio hacia sus guardianes por la rudeza y falta de educación con que tratan a todos, incluso a los que han accedido a venir con ellos. Los soldados no dejan de amenazarles con las culatas de los fusiles incluso cuando ya están dentro del salón y Eugeni les mira con mala cara. El más violento de todos, un tal Yákov, devora a Sofía con la mirada mientras Nicolás, impotente, fulmina al hombre con la suya.
La cena es alegre porque Alexis ha anunciado que se encuentra mucho mejor desde que el verano ha empezado y toma el aire más a menudo. Consigue arrancar una sonrisa a sus padres cuando les cuenta cómo hace leña todas las mañanas. Eugeni sonríe a Nicolás con complicidad, les une una amistad nacida de la preocupación por el niño y fortalecida por la situación que viven ahora. Alejandra asegura que está feliz de haber visto a Alexis jugar esta tarde con su hermana Anastasia y entonces el rostro de Nicolás se enciende de alegría y piensa que aquel mes de julio es uno de los más felices de toda su vida.

“Han llamado a la puerta de la habitación y nos han hecho vestirnos para bajar al salón, porque tienen que trasladarnos de nuevo. No he podido sonsacarles ninguna explicación, y Sofía no está en su cama para que me ayude a vestirme. Es medianoche y hace frío a pesar de ser verano, así que me pondré el vestido del color de la vainilla con el corsé repleto de joyas. Supervisaré que mis hermanas también se pongan los suyos.
Anna ha venido después de una hora a la habitación para que nos reunamos todos en el salón y después nos han hecho bajar hasta el sótano, donde quieren retratarnos antes de partir. Padre ha cogido en brazos a Alexis, que está medio dormido, como Anastasia. Bajamos las angostas escaleras y me doy cuenta de que estamos todos: Iván y el pinche, Anna, Eugeni, Trupp y nosotros, pero no veo a Sofía. Busco a Yákov y tampoco está; temo que le haya hecho algo malo a mi pobre Sofía. No hay ni una silla para hacernos la fotografía en el sótano que apesta a papel húmedo pero mi madre pide una y le traen dos, mientras mi padre se sienta en una de ellas, acomoda a Alexis con los ojos medio cerrados en sus rodillas.”

Oyó los disparos no como uno solo, como había imaginado, sino como una sucesión de truenos después del primer tiro y juraría que había oído a Olga, María y Anna gritar. Los hombres no se movieron del sótano hasta mucho más tarde mientras podía oír el ruido de las hojas de las bayonetas chocando con la pared. Supuso que estarían arrancando el papel manchado de sangre para ocultar su crimen. Se deslizó con la espalda pegada a la pared hasta llegar al suelo, se abrazó las rodillas y lloró.
Yákov la dejó con vida para que limpiara la casa, cosa que hizo a conciencia, pero cuando bajó al sótano casi se desmaya al ver la cantidad de sangre y al pequeño terrier muerto en un charco rojo. Todos la amenazaron y prometieron volver a buscarla cuando se hubieran deshecho de los cadáveres. Yákov le confesó la noche que la sacó de la cama que iban a asesinarles a todos pero que ella se salvaría y sería su esposa, pero tendría que obedecer o se la entregaría a los otros para que hicieran con ella lo que les viniera en gana, así que Sofía aceptó lo que fuera con tal de escapar a tan horrible destino. Casi a oscuras, vio cómo los hombres sacaban a la zarina arrastrándola por los brazos dejando un reguero  de sangre en las escaleras. Con el vestido empapado en su sangre, el  rostro lívido, los ojos en blanco y la boca abierta, no parecía la Alejandra de esa misma tarde y Sofía se obligó a no permitir que las lágrimas inundaran sus ojos por miedo a las represalias de aquellos hombres. La cargaron en un viejo camión militar junto a los demás, que ahora eran un amasijo de brazos y piernas ensangrentados tapados por una lona vieja. Vio el brazo de Alexei Trupp lleno de sangre y sus pequeños anteojos aún en la mano asomar bajo la lona. Uno de los soldados, al verla mirando, le tiró un beso y ella empezó a llenar los cubos de agua del pozo.
-          No tardaremos mucho –dijo Yákov-, así que no te entretengas. No dejo a nadie contigo porque estoy seguro de que sabes lo que te conviene.
-          Aquí estaré –contestó, tratando de sonar segura.
Se montó en la cabina del camión y todos se fueron por la carretera que atraviesa el bosque, en dirección al pozo de la mina de “Los cuatro hermanos”, que debe su nombre a cuatro árboles iguales que se erigen junto a él. Se quedó mirando hasta que a las pequeñas luces rojas del vehículo se las tragó la oscuridad.
Subió corriendo a la habitación de Olga y observó: la maleta de cada una estaba a medio hacer encima de cada cama y Sofía sabía perfectamente lo que buscaba: un corsé abultadísimo que en realidad eran dos, unidos el uno al otro, con un lienzo de lino escondido en medio de ambos repleto de joyas cosidas. Rebuscó y rebuscó nerviosa, temiendo que volvieran pronto de tirar los cadáveres y la encontraran con las joyas encima tratando de escapar. Lo encontró en la maleta de Olga y al tocar sus camisas blancas y ver sus artículos de tocador rompió a llorar. Olga, la querida Olga, que le había regalado ese corsé enjoyado, yacía muerta en la caja de un camión y ella estaba viva. Se sintió como una traidora y decidió que Dios le había permitido sobrevivir por algo, así que no perdería más el tiempo. Se enjugó las lágrimas, comprobó las joyas del corsé, hizo un hatillo con algo de ropa y bajó las escaleras corriendo.

Una vez en el barco, mientras asomada veía la costa rusa perderse en el horizonte, todos aquellos recuerdos le parecieron terriblemente lejanos. Sonriendo, decidió que jamás tiraría el corsé, que lo guardaría de recuerdo aunque llegara un día en que ya no le quedaran joyas dentro. Recordaba cómo la habían buscado durante días cuando volvieron a la casa y descubrieron que no estaba. Yákov se volvió loco buscando a Sofía Yevguénia, cuando Sofía Trupp estaba a tan sólo veinte kilómetros de la casa Ipátiev. Ahora estaba decidida a no pisar jamás la tierra de sus antepasados y mantener viva la memoria de Olga, la gran duquesa asesinada una noche de verano junto a toda su familia.
-          Señora Trupp –dijo inclinándose un marinero- la cena está servida.
-          Gracias.
Camino del camarote de primera clase para cambiarse de vestido pensó en lo que eran las cosas: al fin y al cabo, la gran duquesa hoy era ella.