¡Vaya por Dios! Ahora va a resultar que todas las españolas llevamos unas castañuelas en el bolso y vestimos de lunares...
Sí, ya sé que es la idea recurrente en este mundo, que todos los españoles somos, en mayor o menor medida, maestros del cante flamenco, guitarristas consumados y grandes cocineros de tapas y tortilla de patatas. Pero yo trato de erradicar esta absurdez, como imagino que intentará del mismo modo "Españoles por el mundo", sin éxito por cierto.
No llevo ni un año en este país y ya he visto actuar a un cantaor, el guitarrista y su grupo de flamencas (ninguna de Triana, por cierto, ni de lejos) en una fiesta organizada para tener cohesión con el resto de nacionalidades, mientras yo me preguntaba, en una esquina, quién me iba a cohesionar a mí. En la misma fiesta, un tal Paco se ocupa de la restauración, viendo por primera vez en mi vida (perdóname Ferrán, es posible que exista pero no me hago a la idea) una paella con salchichas, o una tapa de salchichas con patatas (fritas, no la cazuela de salchichas con patatas y vino que tanto amamos) en un plato como una rotonda de grande.
A todo esto, casi todas las mujeres que asistieron a la fiesta se habían calzado el disfraz de andaluza de cuando tenían doce años, creo, menos una de ellas que iba vestida de baturra (gracias, no lo olvidaremos. ¡Valiente!) y que puso la nota realista al jolgorio.
Mientras tanto, la mitad de los españoles veíamos a los de las demás nacionalidades disfrutar viendo taconear a todo el mundo y yo, con mis zapatillas marrones y mi aversión a lo flamenco, consumía cervezas en vasos de plástico mientras me preguntaba por qué perdemos la vergüenza con la edad.
Otro vaso de plástico rebosante de San Miguel (no he viajado dos mil kilómetros para beber Mahou ni San Miguel, pero bueno) y el panorama continúa igual. A todo esto, no hay que olvidar la recua incesante de niños que son los que verdaderamente disfrutan de estas cosas, con sus gritos (son niños, por si no se había dado cuenta, oiga), sus risas y su tremenda capacidad de observación.
Llega el momento de notar cómo mi bazo se resiente por la alegría acumulada durante la deliciosa reunión y nos retiramos a nuestra humilde morada deseando coger la bici para poder evadir nuestras mentes de semejante despropósito internacional. Luego dicen que los españoles somos ruidosos y no me extraña, porque en ocasiones me doy cuenta de que han venido a confluir aquí, justo a mi ladito, un montón de personajes que no sé ni cómo clasificar. Hablando de clasificar, enhorabuena a los muchachotes de la Selección, me han dado una alegría tremenda, y que conste que yo no estaba entre la gente que fue a ver el partido a un bar de por aquí y silbó enloquecida mientras tocaban La Marsellesa, porque si lo hacen en España, los echamos a patadas...
martes, 26 de junio de 2012
miércoles, 23 de mayo de 2012
Una historieta, que hace mucho que no escribo nada...
Mientras
me preparo un café y enciendo el televisor reflexiono sobre el año que acaba de
terminar. Pronto cumpliré sesenta y dos años y, de la manera más absurda, llevo
unos tres acordándome de las historias que me contaba mi abuela. Tal vez sea porque
últimamente he leído un libro en el que el escritor asegura descender de una
familia muy antigua de Inglaterra, del siglo X, nada más y nada menos, y me
recuerda a aquellas historias románticas que mi abuela me contaba cuando yo no
era más que una niña. Mi madre siempre quitaba importancia a todo lo que
contaba la abuela y hacía gala de un sentido práctico envidiable, pero entonces
mi abuela se defendía con uñas y dientes, apelando a la extraña muerte de mis
hermanos y tíos o al color trigueño de los cabellos de las mujeres de la
familia. Mi madre gruñía y trataba de sacarme de la cabeza esas historias, pero
entonces yo observaba a mi abuela y la veía tomar el té con afectación en el
salón de la pequeña casa del 1525 de
Oregón Avenue, en Klamath Falls y me parecía que una simple inmigrante rusa no
podía ser tan refinada. Y creía a mi abuela. Vaya si la creía; y a pesar de que
yo ya era hija de estadounidenses, que mi lengua era el inglés, que contraería
matrimonio con un americano y que las
modas de la época hacían presa fácil en mí, me parecía que la sangre rusa que
me quedaba tiraba con fuerza.
Hoy día todo aquello me parece muy lejano y se pierde en
mi memoria. De mis nietas, solamente una me cree cuando le cuento que no somos
lo que parecemos, y los demás intercambian miradas, dando a entender que la
senilidad ha hecho mella en la abuela. Por lo menos tengo dos nietos varones y
si no pasa nada, me sobrevivirán como debe ser, después de que todos mis tíos y
hermanos murieran jóvenes. “Es por la maldición de la familia de tu bisabuela
–decía la abuela-: todos los hombres de su familia tienen la sangre muy líquida
y las heridas no se les cierran nunca. Tu tío-abuelo era muy delicado y tenía
hemorragias por la nariz que le pusieron en peligro durante toda su vida, constantemente. Al final –decía
suspirando-, las hemorragias eran lo de menos.”
La necesidad de dejar constancia por escrito de las
historias de mi abuela reside, creo yo, en una mezcla entre el miedo a morirme
y que se pierdan en la memoria de la única nieta que me escucha, en su afición
a escribir y que quizá un día le sirvan como base para una bonita historia, y
sobre todo porque me encantaría que se investigara el asunto y se descubriera
la verdad de todo esto. No por mí, que ya he agotado mi tiempo, sino por dar a
mi abuela el gusto de gritar a los cuatro vientos que no estaba loca y que
siempre tuvo razón en todo lo que decía. Era muy orgullosa, exactamente como lo
es hoy mi nieta Kim, y sin duda disfrutaría mucho allí donde quiera que esté.
En la pequeña casa ubicada en Siberia, María prepara
junto a sus hermanas una pequeña obra de teatro que representar y animar así a
sus decaídos padres. A pesar de los soldados que hacen de guardianes, el tamaño
reducido de la casa y la soledad del bosque
que la rodea, puede decirse que están muy a gusto en su nuevo hogar y Olga, la
hermana mayor, a menudo habla de casarse y vivir en el cercano pueblo de
Tobolsk, olvidando su pasado y amasando pan.
Como a todo el mundo, los problemas de salud les aquejaban
con regularidad pero al decidir su doctor marchar con ellos a la casa Ipátiev,
se sentían más seguros que el resto. El doctor Botkin, Eugeni para la familia,
se mostraba alegre y despreocupado ante la artrosis de Alejandra, las
deformidades en los dedos gordos de los pies de las hermanas o la hemofilia del
zarévich. Cuando alguien se quejaba demasiado del frío, la humedad de la casa o
lo escaso de la comida recibida, Eugeni les señalaba al perro del zarévich
Alexis y exclamaba: “¡Las quejas a él, que es el que manda!”, provocando las
carcajadas de toda la familia y de los soldados que se hallaran cerca.
Tatiana y María, inseparables, coqueteaban con dos de los
soldados bolcheviques y éstos las miraban con buenos ojos, sin importarles que
su gobierno les estuviera condenando a todos por crímenes contra el pueblo
ruso. Anastasia y Alexis, los benjamines de la familia, jugaban con el perro y
uno de los guardias, que les perseguía apuntándoles con una rama que pretendía
ser un fusil. Nicolás, sentado en el tocón de un árbol con la gorra ligeramente
caída sobre la sien izquierda, acariciaba la mano de su esposa Alejandra que
reposaba a su lado en la silla que había traído Anna, una de las sirvientas.
-
¿Crees que serán felices? –preguntó Nicolás.
-
Claro que sí, Nikki –contestó la ex-zarina-.
Encontrarán a alguien que las despose, no tendrán en cuenta su pasado y tú y yo
nos haremos viejos en esta casa, que será de Alexis algún día. ¡Tenga cuidado,
por favor! –pidió al soldado que jugaba con Alexis- Todavía hoy tenemos un
disgusto…
-
No, mujer, el hombre tiene cuidado.
-
¿Dónde está Eugeni hoy? No le he visto.
-
¿Recuerdas a Serguéi, el soldado que hace
guardia con la gorra calada?
-
Sí, es bajito y muy delgado. Tenía una esposa
embarazada en Tobolsk, ¿no?
-
Exacto –Nicolás se maravilló de la buena memoria
de su esposa-. Pues Eugeni ha ido a asistirles en el alumbramiento.
-
¿Nicolás, te imaginas cuando dentro de muchos
años tú y yo veamos a nuestros nietos?
Sonrió y bajo el espeso bigote una mueca de dolor le
retorció el gesto, pero Alejandra no lo vio; miraba a sus hijos disfrutar del
verano que se aproximaba y presentía que ese año las cosechas serían
abundantes. Ante esa perspectiva, como todos los años que sabía que la gente no
iba a pasar penurias, sonrió y suspiró satisfecha. Aunque preocuparse por esas
cosas ya no era su obligación y se sintió ligera como una pluma cuando les
derrocaron y apartaron esas onerosas obligaciones, no podía evitar pensar en
cómo le iría a la gente ahora que ellos ya no estaban. Los pocos lugareños que se
acercaban por la casa hablaban de la terrible guerra entre el ejército blanco y
el rojo, de que el hambre seguía llevándose a los niños y los hombres
continuaban muriendo peor que cuando el zar cuidaba de ellos. “Ahora –dijo la
mujer que traía verduras frescas de vez en cuando- hemos ganado gobernadores
que han nacido campesinos y obreros, pero seguimos teniendo hambre y guerra y
encima hemos perdido un Padre que vele por nosotros y a pesar de todo nos
proteja.” Alejandra sentía pena por el pueblo que sufría pero no podía hacer
nada más que regalarles de vez en cuando una joya de las que guardaba
escondidas. En general, la gente se mostraba a favor del antiguo zar y no se
mostraban entusiastas con el nuevo gobierno. Incluso los soldados que constituían
la guardia encargada de vigilarles, pasaban a menudo buenos ratos con Nicolás
hablando de antiguas batallas y formaciones, y él, que siempre había sido un
excelente militar, los conocía por su nombre de pila y les preguntaba por la
familia. Alejandra lo observaba desde las ventanas de la casa pasear con ellos
y sentía que si su esposo les pidiera que lucharan por él, lo harían sin
dudarlo ni un momento. Pero Nicolás no quería ni oír hablar de derramamiento de
sangre ni de recuperar el poder de Rusia, porque había decidido que si el
pueblo quería gobernarse a sí mismo, allá ellos; él se dedicaría a ver crecer a
sus hijos y dar a su esposa todo el amor que merece. Esta nueva oportunidad de
cambiar de vida le venía como anillo al dedo, según él, porque Alejandra sabía,
viéndole pasear esa tarde, que no podría evitar añorar el gobierno de su
pueblo como echaba de menos las
interminables revistas de tropas. Al parecer, la única que parecía darse cuenta
de lo mucho que a Nicolás le gustaba ser zar era ella. Sus hijos, sin embargo,
en eso habían salido a él; excepto Olga, la mayor, que echaba de menos las
comodidades del palacio, el resto se apañaba bastante bien e incluso diría que
lo estaban disfrutando mucho. Un rayo de sol se coló a través de la ventana e iluminó
una baldosa rota en el suelo del pequeño salón. Aunque Anna se esforzaba por
tener todo perfecto, siempre había suciedad en ese suelo y muchas baldosas
rotas que no podían mandar sustituir. Repentinamente, la visión de aquella
pequeña baldosa rota iluminada por el sol la apenó y rompió a llorar.
Todo el servicio que les han permitido conservar sigue
con ellos por voluntad propia y les han seguido sin ninguna reserva hasta
Siberia. Si algo necesitaban, ellos trataban de conseguirlo y se desvivían por
atender hasta sus necesidades más nimias mientras el zar arreglaba el asunto
del exilio. Francia, Reino Unido y Alemania se lo han negado repetidas veces,
sobre todo el gobierno francés, que se mostró particularmente agresivo con el
asunto; sin embargo Alfonso de España ha encendido un rayo de esperanza: les
ofrece asilo y protección en cuanto logren llegar a su territorio. Pero Nicolás
teme el viaje; aunque vayan disfrazados pueden caer en manos de cualquiera de
los gobiernos que se le han mostrado abiertamente hostiles, aun cuando recalcó
el deseo suyo y de su familia de renunciar a todo boato y pretensión y vivir en
paz dedicado a su familia y en especial a su hijo constantemente enfermo. Dos
de los lacayos aseguran a Nicolás que todos le seguirán a cambio de un plato de
comida, aunque no tengan sueldo asignado, porque es su deber como rusos y otra
reacción es traición. Suspira y se mesa la barba; ya no sabe lo que es traición
y lo que no, tras escuchar los cargos que el pueblo ruso le imputa y de los que
se sabe único responsable. Su padre le repetía constantemente que no estaba
preparado para subir al trono y en esos momentos, tras haberlo perdido todo, se
daba cuenta de que lo había sabido siempre, pero el destino es más fuerte que
todos nosotros y nos arrastra por las sendas que nos marca sin darnos la
posibilidad de volver atrás.
Olga mira por la ventana desconsolada. Tiene veintidós
años y está encerrada en la casa del gobernador como lo estuvo en el palacio de
Invierno y en Tsarkoi Tsélo. Pero a pesar de todo se siente más libre en
Siberia que en todos los demás sitios en los que ha estado. Observa a su padre
avanzar con paso seguro camino de la casa desde el exterior, donde ha pasado la
tarde conversando con los soldados. No parece haberle afectado el derrocamiento
y el exilio a Siberia, pero teme que le asesinen tarde o temprano, por lo que
prepara una huida fuera de Rusia llevando consigo todas las joyas que han
podido reunir, cosidas en los corsés y los chalecos. A Olga le preocupa el
cariz que toma el asunto: primero les llevan lejos de sus amigos y luego les
encierran en una casa en Siberia; hace un mes levantaron una valla para
aislarles completamente del mundo exterior y ahora que el invierno empezaba a
dejarse sentir de nuevo en las poco caldeadas estancias de la casa, le daba por
pensar que tal vez su padre tuviera razón y quisieran asesinarlo. Había leído
cosas peores, y su madre vivía en un estado de perpetua ansiedad con pausas
llenas de una tranquilidad extraña que recaía sobre las hermanas como una losa;
Alexei apenas se enteraba de lo que pasaba, bastante tenía con sus propios
achaques. Pero Olga no era tan ingenua ni tan joven como sus hermanas y sabía
perfectamente que tras la calma de las clases de alemán que les impartía su
madre por las tardes estaba el miedo a desaparecer una noche fría. Aquel
octubre decidió que en cuanto tuviera una oportunidad, trataría de ayudar a su
familia a escapar a cualquier sitio, porque la actitud sumisa de su padre
chocaba con la creciente violencia que consumía a todo el país. De repente,
odió a los rusos y todo lo que representaban: recordó que Grigori les había
hablado a ella y a sus hermanas de campos enormes para recluir a todo tipo de
delincuentes, ladrones y asesinos para los que el zar tenía asignados una serie
de fondos para comida, leña y la paga de los soldados que los custodiaban. Sin
embargo, los comandantes maltrataban a los detenidos, se quedaban con todo el
dinero y vendían todo el equipamiento que se les mandaba para ellos mismos
buscando enriquecerse; de este modo, entre los malos tratos continuados, el
frío y el hambre, la inmensa mayoría morían en poco tiempo. Todas estas cosas
se le ocultaban al zar, que si alguna vez visitaba uno de esos campos de
reclusión, en los que la visita había sido preparada con la antelación
suficiente como para cambiar las botas agujereadas a los soldados y encender
hogueras en los barracones congelados, lo que encontraba era bien distinto a la
realidad. Recordó las revueltas de octubre y cómo la masa enfervorecida
amenazaba con asaltar el Palacio de Invierno y acabar con ellos hasta el punto
de obligar a su padre a hacer formar a los cosacos frente a la puerta y cómo el
gentío, al que hace falta nada más que una palabra para exaltar, cargó contra
ellos, que estaban armados, sin importarles lo más mínimo hasta el punto de que
el coronel ordenó que les dispararan y poder así dispersarlos. Ni a la vista de
todos aquellos cadáveres sobre los que pasaban se detuvieron en su ansia de
ataque y sólo una nueva carga de los cosacos logró disolverles. Todos hacían
comentarios jocosos sobre la cara de la zarina Alejandra y la llamaban “la
perra alemana”, aseguraban que tenía relaciones con Grigori e incluso
aparecieron caricaturas en las que salían las cuatro hermanas y su madre
retozando con él. Olga recordaba la tarde en la que sus padres llegaron de
alguna fiesta y su madre, disgustada, corrió a sus habitaciones porque alguien
había chillado al carruaje en el que viajaban “¡Ahí va la perra alemana
arrogante!” y no sé qué cosas más. Ya entonces Olga descubría aspectos del
gobierno que no le gustaban: la manía del pueblo, el nulo agradecimiento por
los desvelos que se toman o la volubilidad, por ejemplo, de las masas, en las
que basta un cambio de aires para encender la chispa y desatar la violencia,
como ocurrió con Grigori. El monje era lascivo y pedante, pero no merecía morir
sin ningún tipo de miramiento, y encima, como no moría por el ácido sulfúrico,
le dispararon, le golpearon en la cabeza y finalmente lo arrojaron al río. Olga
veía en ese asesinato el reflejo del carácter ruso: bastaba contrariarle lo más
mínimo para que todo se les fuera de las manos. Sólo esperaba que a ella no la
tiraran a un río y lo suyo fuera un asunto rápido, si tenía que morir. Descartó
la idea de su cabeza inmediatamente y retomó su libro por donde lo había dejado
cuando miró a su padre caminar hacia la casa. Ahora ya sólo se veía el
atardecer y a lo lejos unas nubes blancas anunciaban que pronto caerían los
primeros copos.
Nicolás había estado hablando con uno de los soldados
encargados de la custodia de la familia que era de una aldea muy cerca de donde
creció el zar, en Tsárkoi Tsélo.
-
Es por seguridad, les trasladaremos a un lugar
más defendible y donde estarán mejor.
-
Pero ¿por qué? –preguntó Nicolás extrañado-
¿Ocurre algo grave?
-
No, no –dijo el soldado-, es sólo que no
queremos que les pille ninguna batalla en medio –bajó la mirada y Nicolás le
tocó el hombro tranquilizándolo-. Es que, no sé…
-
Dime –dijo con voz firme.
-
No lo sé, pero el gobierno da órdenes muy extrañas.
No es que esté en contra de la Revolución, no señor, pero es que hay uno, un
abogado, un tal Lenin, que dicen que es muchísimo más autoritario que… -se
detuvo en seco y le miró avergonzado- que el propio zar.
-
No creo –dijo Nicolás riendo-. De todos modos,
debéis siempre procurar que quien os gobierne lo haga bien. Yo ya os previne
cuando hice las reformas. ¿Lo recuerdas?
-
Sí. Todo el mundo decía que eso no era bueno y
sin embargo hoy las hemos hecho a lo grande. Pero no sé si funcionarán, señor
–dijo sombrío-, porque cuando un hombre acumula poder…
-
Bueno, bueno, eso ya se verá. ¿A dónde nos
iremos?
-
A Ekaterimburgo, a una bonita casa rodeada de
bosques. Era de un adinerado, un tal Ipátiev. Lo único que lamento es que no
conoceré esa zona, que dicen que es preciosa.
-
¿Cómo, no vienes? –preguntó Nicolás receloso.
-
No, señor, no vamos ninguno. Las órdenes son que
la guardia roja se hará cargo de la familia a partir de ahora, a nosotros nos
está prohibido incluso hablar de todo esto.
-
Ya, ya…
Mantuvo la conversación un poco más y al despedirse una
idea le rondaba la cabeza: estaba seguro de que aquel traslado significaba que
les dejarían cruzar la frontera y desaparecer en algún país de Europa.
Simplemente, les estaban escondiendo un poco para que pudieran irse sin
demasiado ruido. Estaba exultante: el rey de España le ofrecía asilo, el
servicio le era leal y ahora su encierro se volvía laxo y con posibilidades de
acabarse definitivamente. Tenía que contarle todo esto a Sunny, seguro que
después de lo mal que lo estaba pasando con la salud de Alexei y viendo cómo
sus hijas se marchitaban poco a poco en Siberia, esto sería motivo de alegría.
“La nueva casa es baja, achaparrada y con grandes
ventanas abiertas en su fachada, pero las ventanas de poco sirven, porque las
han cegado con pintura para que no podamos ver ni ser vistos, al menos hasta
que terminen la valla que están levantando. Dentro hace frío pero no hay leña;
como solamente nos han permitido traer a tres personas del servicio, estamos
Anna, el cocinero y su pinche, mi doncella Sofía y ha venido también el doctor
Botkin con su joven ayudante, Alexei Trupp. Al doctor no le iban a permitir
venir, pero se empeñó y ha dejado a su esposa y su hijo pequeño con una sombra
de pesimismo que me da escalofríos; de vez en cuando les escribe cartas y se le
saltan las lágrimas. Creo que es el único de todos nosotros que mantiene los
pies en el suelo, porque mis hermanas se dedican a explorar la casa y Alexis
está tumbado en una de las camas mientras padre le coge la mano. Madre trata de
poner orden en el servicio, que no tiene ni idea de por dónde empezar. Y yo he
dicho a mi doncella que se lleve a Trupp, el ayudante del doctor, y que traigan
leña. Sé que a Sofía le gusta la compañía del joven Trupp y la fomento todo lo
que puedo.
Trajeron leña en abundancia después de tres horas de frío
intenso y a pesar de tener el fuego encendido, la casa no se calienta. Ayuda
mucho que los guardias sólo nos permiten tener encendido el del salón, mientras
que en las habitaciones no puedes estar parado porque te podrías congelar en
menos de dos horas. No sé cómo dormiremos, pero de momento la cena es
horrorosa: un par de conejos asados con un poco de pan de mala calidad que nos
han hecho llegar los guardias. Son un grupo de quince, todos ellos llevan un
pañuelo rojo atado al brazo y miran a mi padre por encima del hombro. Me
recuerda al día que nos apresaron, cuando mi padre volvía del frente y se
encontró el palacio lleno de tropas; buscándonos, un soldado le empujó y se
plantó desafiante tapándole el camino. Sin plantarle cara, solamente con su
mirada, mi padre logró apartarle. Pero éstos no se apartarían, me lo decía mi
instinto.
Cuando llega la hora de acostarnos, dos de ellos suben a
nuestra habitación y con grandes risotadas nos contemplan mientras nos
desvestimos. Temo que hagan daño a la pequeña Anastasia, tan frágil, porque uno
de ellos no le quita la vista de encima. Cuando les he plantado cara en
enaguas, se han ido pero temo que no siempre sea así. Nos espera una estancia
muy larga en Ekaterimburgo.”
El invierno pasa lento mientras en la casa Ipátiev la
familia recluida trata de vencer frío y tedio jugando a las cartas y avivando
el fuego. Alexis sufre uno de sus frecuentes ataques de dolor, lo que le obliga
a permanecer en cama todo el día. Pero cuando llevaba unas dos semanas
encerrado en su habitación, jugando con los soldaditos de plomo, a Nicolás se
le ocurrió una idea estupenda: bajaron entre Eugeni y él la cama en la que
permanecía Alexis y al menos pudo hacer las comidas en el salón con todos. Pese
a ello, el fuego que tan duramente había negociado su madre para las
habitaciones, se mantuvo gracias a que el propio Nicolás era el que cortaba la
leña. Parecía que teniendo un trabajo manual constante y fortaleciéndose día a
día, el antiguo zar estaba más contento pese a las restricciones que les
rodeaban, sobre todo en cuanto a la alimentación. Alguna que otra trampa casera
puesta en los alrededores del bosque cuando iba a buscar leña completaba un
poco el menú, tan monótono como escaso. Apenas tomaban el aire, ya que no les
dejaban salir a pasear, y a pesar de estar terminada la valla exterior, a
Alejandra no le habían permitido rascar la pintura de los cristales.
Olga pasaba los días leyendo los pocos libros que había
podido traerse, Tatiana trataba de zurcir calcetines siguiendo los consejos de
Anna, María y Anastasia jugaban con Alexis a que los pequeños soldados de plomo
ganan guerras y se celebran importantes matrimonios entre sus oficiales y
princesas imaginarias. El perro de Alexis dormita a los pies de la cama
moviendo las orejas cada vez que Anastasia vocea los nombres de los
contrayentes y Alexis se parte de risa. Si no fuera por la suciedad, la soledad
que les rodea y la oscuridad reinante, parecería una escena cualquiera en la
vida de una familia feliz.
Las visitas de los soldados a las habitaciones de las
grandes duquesas no cesan en todo el invierno. Sofía, la doncella de la que
Olga se ha negado categóricamente a prescindir, teme que cualquier día la
violenten y cada tarde conversan en clave sobre esto.
-
¿Crees que pronto saldrá el sol? –pregunta Olga.
En realidad, quiere decir “¿Crees que pronto ocurrirá?”
-
Sí, es muy posible –Alejandra mira a Sofía y
sonríe-, dentro de poco –que quiere decir eso mismo.
-
Pues habrá que tener un parasol preparado –se
refiere a unas sombrillas que utilizarán como armas-. Yo ya tengo el mío. ¿Y
tú?
-
También –contesta la doncella.
Han decidido que antes de verse arrastradas a una tortura
peor que la muerte, se llevarán por delante a todos los que puedan con las
afiladas varillas y después, de ser necesario, prefieren quitarse la vida. Y
así, con sus pequeñas claves y contrariedades, transcurre el invierno y llega
la primavera en una casa en medio del bosque.
“Alexis se ha levantado hoy. Tiene mejor cara, los
dolores en la pierna han cesado y puede caminar. Ha conseguido que padre le
lleve con él al bosque a cortar leña y la actividad le ha encantado. Por
primera vez en mucho tiempo come el frugal almuerzo con apetito. Temo que hayan
amenazado a Sofía, porque se muestra muy reservada cuando le hago preguntas y
habitualmente está ella sola, encerrada en la despensa, gimiendo como un
cachorro hambriento y cuando la encuentro me toca la cara y solloza, como si
viera a un fantasma. Me parece que ella sabe algo que nos oculta, pero no
encuentro la manera de sonsacarle nada. El joven Trupp la evita últimamente y
estoy a punto de llamarle a mi presencia y pedirle explicaciones. Lo peor de
todo es que no sabría dónde recibirle, porque si bien hemos conseguido alguna
comodidad, esta casa no es el mejor sitio para mantener la dignidad y llamar la
atención a un siervo. Me temo que tendré que enfrentarme a esto yo sola porque
no quiero alarmar a madre, que bastante tiene ya.
La mejoría del tiempo hace que los guardias se muestren
un poco más humanos y nos permiten pasar unas horas fuera, sentados en la
escalera que conduce al almacén de la casa o tratando de captar los pocos rayos
de sol paseando sin ver más allá de la valla gris. Si miro hacia arriba puedo
distinguir recortadas contra el cielo las copas de los árboles del bosque
Koptiakí. Jugaremos un poco a las cartas bajo la atenta mirada de los guardias
que no nos quitan el ojo de encima.
Padre está cada día más triste y preocupado. No sé qué es
lo que le ronda por la cabeza, tal vez sea que echa de menos hablar con
alguien, aunque el doctor le dé conversación me imagino que no es lo mismo que
poder hablar con alguien diferente, ajeno a nosotros, como con los guardias de
Tobolsk. Madre sigue dándonos clases de alemán y me encanta, es una bonita
lengua, y hago muchos progresos. Trato de enseñar a Sofía, pero no me presta
atención, sigue igual. Me ha dado por pensar que tal vez Trupp la haya
rechazado, aunque no tiene motivos: Sofía es joven, guapa y a él no le faltará
trabajo con nosotros. Los chicos son a veces muy crueles.”
Como sin darse cuenta, el verano va derritiendo la nieve
con la que el sol de la primavera no ha podido y el olor a tierra mojada se
extiende por toda Rusia. Es la temporada favorita de Nicolás, cuando podía
montar a caballo y salir de caza todo el día, ir en casaca sin abrigo y sentir
el sol calentando tu cara. Ahora no tiene caballos ni puede irse de caza como
antes, pero el sol no pueden quitárselo. Observa a sus hijas con sus caracteres
tan diferentes y piensa que ya es hora de casar a Olga, Tatiana y María, porque
Anastasia es demasiado bajita y rechoncha, habrá que esperar a que se estilice
un poco. Recuerda todos los planes que Alejandra tenía para ellas y mira a su
alrededor mientras sonríe; seguramente ahora serán infinitamente más felices
que casadas con algún joven por conveniencia. Supo que él había tenido suerte:
se enamoró de Sunny y ella de él y hasta entonces nada había podido separarlos.
Alexis saltaba al sol seguido del perro que ladra sin cesar.
Poco a poco, la tarde va cayendo perezosa sobre la
familia que disfruta al aire libre y las sombras empiezan a alargarse mientras
que en el ambiente flota el olor del gulash que Iván está preparando para la
cena. Ahora los guardias les obligan con dureza a entrar en la casa
intimidándoles con los fusiles y obedecen sin rechistar, como siempre.
Alejandra siente odio hacia sus guardianes por la rudeza y falta de educación
con que tratan a todos, incluso a los que han accedido a venir con ellos. Los
soldados no dejan de amenazarles con las culatas de los fusiles incluso cuando
ya están dentro del salón y Eugeni les mira con mala cara. El más violento de
todos, un tal Yákov, devora a Sofía con la mirada mientras Nicolás, impotente,
fulmina al hombre con la suya.
La cena es alegre porque Alexis ha anunciado que se
encuentra mucho mejor desde que el verano ha empezado y toma el aire más a
menudo. Consigue arrancar una sonrisa a sus padres cuando les cuenta cómo hace
leña todas las mañanas. Eugeni sonríe a Nicolás con complicidad, les une una
amistad nacida de la preocupación por el niño y fortalecida por la situación
que viven ahora. Alejandra asegura que está feliz de haber visto a Alexis jugar
esta tarde con su hermana Anastasia y entonces el rostro de Nicolás se enciende
de alegría y piensa que aquel mes de julio es uno de los más felices de toda su
vida.
“Han llamado a la puerta de la habitación y nos han hecho
vestirnos para bajar al salón, porque tienen que trasladarnos de nuevo. No he
podido sonsacarles ninguna explicación, y Sofía no está en su cama para que me
ayude a vestirme. Es medianoche y hace frío a pesar de ser verano, así que me
pondré el vestido del color de la vainilla con el corsé repleto de joyas.
Supervisaré que mis hermanas también se pongan los suyos.
Anna ha venido después de una hora a la habitación para
que nos reunamos todos en el salón y después nos han hecho bajar hasta el
sótano, donde quieren retratarnos antes de partir. Padre ha cogido en brazos a
Alexis, que está medio dormido, como Anastasia. Bajamos las angostas escaleras
y me doy cuenta de que estamos todos: Iván y el pinche, Anna, Eugeni, Trupp y
nosotros, pero no veo a Sofía. Busco a Yákov y tampoco está; temo que le haya
hecho algo malo a mi pobre Sofía. No hay ni una silla para hacernos la
fotografía en el sótano que apesta a papel húmedo pero mi madre pide una y le
traen dos, mientras mi padre se sienta en una de ellas, acomoda a Alexis con
los ojos medio cerrados en sus rodillas.”
Oyó los disparos no como uno solo, como había imaginado,
sino como una sucesión de truenos después del primer tiro y juraría que había
oído a Olga, María y Anna gritar. Los hombres no se movieron del sótano hasta
mucho más tarde mientras podía oír el ruido de las hojas de las bayonetas
chocando con la pared. Supuso que estarían arrancando el papel manchado de
sangre para ocultar su crimen. Se deslizó con la espalda pegada a la pared
hasta llegar al suelo, se abrazó las rodillas y lloró.
Yákov la dejó con vida para que limpiara la casa, cosa
que hizo a conciencia, pero cuando bajó al sótano casi se desmaya al ver la
cantidad de sangre y al pequeño terrier muerto en un charco rojo. Todos la
amenazaron y prometieron volver a buscarla cuando se hubieran deshecho de los
cadáveres. Yákov le confesó la noche que la sacó de la cama que iban a
asesinarles a todos pero que ella se salvaría y sería su esposa, pero tendría
que obedecer o se la entregaría a los otros para que hicieran con ella lo que
les viniera en gana, así que Sofía aceptó lo que fuera con tal de escapar a tan
horrible destino. Casi a oscuras, vio cómo los hombres sacaban a la zarina
arrastrándola por los brazos dejando un reguero
de sangre en las escaleras. Con el vestido empapado en su sangre,
el rostro lívido, los ojos en blanco y
la boca abierta, no parecía la Alejandra de esa misma tarde y Sofía se obligó a
no permitir que las lágrimas inundaran sus ojos por miedo a las represalias de
aquellos hombres. La cargaron en un viejo camión militar junto a los demás, que
ahora eran un amasijo de brazos y piernas ensangrentados tapados por una lona
vieja. Vio el brazo de Alexei Trupp lleno de sangre y sus pequeños anteojos aún
en la mano asomar bajo la lona. Uno de los soldados, al verla mirando, le tiró
un beso y ella empezó a llenar los cubos de agua del pozo.
-
No tardaremos mucho –dijo Yákov-, así que no te
entretengas. No dejo a nadie contigo porque estoy seguro de que sabes lo que te
conviene.
-
Aquí estaré –contestó, tratando de sonar segura.
Se montó en la cabina del camión y todos se fueron por la
carretera que atraviesa el bosque, en dirección al pozo de la mina de “Los
cuatro hermanos”, que debe su nombre a cuatro árboles iguales que se erigen
junto a él. Se quedó mirando hasta que a las pequeñas luces rojas del vehículo
se las tragó la oscuridad.
Subió corriendo a la habitación de Olga y observó: la
maleta de cada una estaba a medio hacer encima de cada cama y Sofía sabía
perfectamente lo que buscaba: un corsé abultadísimo que en realidad eran dos,
unidos el uno al otro, con un lienzo de lino escondido en medio de ambos
repleto de joyas cosidas. Rebuscó y rebuscó nerviosa, temiendo que volvieran
pronto de tirar los cadáveres y la encontraran con las joyas encima tratando de
escapar. Lo encontró en la maleta de Olga y al tocar sus camisas blancas y ver
sus artículos de tocador rompió a llorar. Olga, la querida Olga, que le había
regalado ese corsé enjoyado, yacía muerta en la caja de un camión y ella estaba
viva. Se sintió como una traidora y decidió que Dios le había permitido
sobrevivir por algo, así que no perdería más el tiempo. Se enjugó las lágrimas,
comprobó las joyas del corsé, hizo un hatillo con algo de ropa y bajó las
escaleras corriendo.
Una vez en el barco, mientras asomada veía la costa rusa
perderse en el horizonte, todos aquellos recuerdos le parecieron terriblemente
lejanos. Sonriendo, decidió que jamás tiraría el corsé, que lo guardaría de
recuerdo aunque llegara un día en que ya no le quedaran joyas dentro. Recordaba
cómo la habían buscado durante días cuando volvieron a la casa y descubrieron
que no estaba. Yákov se volvió loco buscando a Sofía Yevguénia, cuando Sofía
Trupp estaba a tan sólo veinte kilómetros de la casa Ipátiev. Ahora estaba
decidida a no pisar jamás la tierra de sus antepasados y mantener viva la
memoria de Olga, la gran duquesa asesinada una noche de verano junto a toda su
familia.
-
Señora Trupp –dijo inclinándose un marinero- la
cena está servida.
-
Gracias.
Camino del camarote de primera clase para cambiarse de
vestido pensó en lo que eran las cosas: al fin y al cabo, la gran duquesa hoy
era ella.
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